jueves, 19 de febrero de 2015

Ni micromachismo ni maltrato de baja intensidad.




“¡Que te calles, histérica de los cojones...! A ver, ¿qué te pasa hoy? ¿Ya estás cabreada, o deprimida? Si estás deprimida trátate. ¡Serás rara, mira que eres rara... que te calles he dicho. Me sacas de quicio! ¿Cómo? ¿Que no te dejo hablar? Por supuesto que te dejo hablar”.

Durante años asisti impávido al maltrato puro y duro de una compañera ejercido por un jefe déspota. Fue gradual. Empezó por interrumpirla a cada momento cuando hablaba; a desautorizarla; a utilizar ese sarcasmo despectivo que tanto odio ahora.

La fue aislando poco a poco, le encargaba trabajos sin importancia, ridiculizaba sus capacidades en público. La dejaba en evidencia delante de los clientes... A veces ella perdía la paciencia y le lanzaba algún exabrupto, discutían. Parecía una guerra, a veces. Si no se prestaba atención a los detalles, claro. Él era el jefe y ella la empleada. Volvía temblando a pedirle perdón y ahí comenzaban los gritos a convertirse en ensordecedores.

 Y el miedo fue creciendo y acabamos presenciando un acoso psicológico de libro. Contra lo que pueda parecer, mi jefe no era ni mejor ni peor que la mayoría de los hombres que uno puede encontrarse por la calle.

Yo no le seguía el juego, a pesar de sus constantes desautorizaciones, como hacían otros compañeros. Su víctima me inspiraba lástima y no sabía como ayudarla. Hoy lamento profundamente mi silencio.

Mi ahora amiga era el cubo de basura del departamento. Al principio era una mujer estupenda; un poco osada a veces, con mucha energía, simpática, con don de gentes; amable.

Con el paso del tiempo vi cómo se hacía cada día más pequeña. Se iba apagando. Ya sé que el maltrato no es siempre machista, pero éste lo era.

 “Aquí mando yo, yo, yooooo...” Golpes en la mesa, pateo enérgico. Gritos... “Estás aquí porque das conmigo, otro ya te habría despedido hace años”.

La vi temblar, respingar, hacer como si nada pasase con una sonrisa forzada y congelada, encerrarse en el baño para llorar. En silencio.

 Para entonces me hacía el despistado para seguirla. Era difícil cruzarse la mirada con ella. Se volvía diminuta, cabizbaja, no se la oía ni caminar. Podía mimetizarse en una mesa, una silla, un ordenador.

 El cubo de basura del departamento hacía los trabajos más desagradables y era la víctima también de todas las burlas. No sé como se las arregló para hacerse la sorda. Pero lo hacía. Y muy bien. Ocultaba su dolor como nadie.

Un día me lo preguntó directamente. “¿Tú crees que soy rara? ¿Que hago las cosas peor que vosotros, que soy una inútil, que lleva razón?” - Da igual lo que hagas, no puede tratarte así. Y no, no eres peor que nadie. Tú vales mucho, ¿me oyes? Mucho. ¿Y sabes qué? Lo que te hace es denunciable.

 Ninguno de los dos trabaja ya en esa empresa. Cada uno, a su manera, ha conseguido encontrar un hueco profesional. Quizá no hacemos exactamente el trabajo que queremos, pero estamos a gusto. La tranquilidad no tiene precio.

Aún somos amigos pero sé, aunque solo me lo dijese una vez y de la peor manera, borracha perdida, llorando sin control, que no me perdona del todo tantos años de mutismo. No nos lo perdona a ninguno.

No se puede asistir al maltrato y no decir nada. Nunca denunció la violencia sin marcas que sufrió. Nunca irá a terapia. Hubo una mujer antes y otra después del maltrato. Lo último que me dijo, ayer, hablando por teléfono: “Odio esa palabra nueva, el micromachismo. No hay micromachismo ni maltrato de alta o baja intensidad. Es machismo y es maltrato. Punto”. No pude contradecirla.


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