jueves, 27 de marzo de 2014

Niños difíciles

El insomnio me deja inmóvil, mirando a un punto fijo detrás de una ventana, con unas leves cortinas. Me acuerdo de quien se esconde detrás de una persiana, pone unos estores oscuros que tapan la luz. Yo la necesito. Esto es Galicia. "Te miran los vecinos". ¿Me miran? No entiendo ese voyeurismo. ¡Anda que no me gusta mirar pero lo que ocurre puertas adentro es sagrado!

Entre vuelta y vuelta, me pongo a pensar en los niños y niñas difíciles de mi entorno y en sus madres. Son mis elegidos, los que me gustan de verdad.

Me pasa como con los adultos. Los raros me apasionan. Los que sienten mucho o demasiado poco. Los que no paran de hablar. Los tímidos o muy extrovertidos. Los que se manchan mucho, no duermen, no quieren dar un beso... Los que no paran de gritar, los que desobedecen. Los niños, en definitiva, que no caen simpáticos, que son difíciles aunque no les pase nada. O aunque lo parezca.

No son plato de gusto. Cansan. "A veces la mataría", dice su madre, "y mira que la quiero". Y se sienten fatal porque se culpan, su propio entorno los culpa.  A ambos, padre y madre. "¿A quién habrá salido?, ya te dije yo que tenía mucho carácter..."

Y lo peor de todo, esa frase: "Si fuese hijo mío..." Que me recuerda a María que le espetó a una desconocida. "Si fuese hijo suyo yo también le haría todas esas cosas que me dice, pero resulta que es mi hijo".

Me gusta estar con los niños, mis sobrinos, los hijos e hijas de mis amigos.  Hablar con ellos, con los adolescentes, aunque éstos miren al vacío y piensen en un silencio nada cómplice, "¿Qué sabrás tú quien soy yo y lo que va por mi cabeza?". Y están cargados de razón pero la cuestión es que me interesan. Mucho.

Hay quién dice que me entiendo bien con los niños porque nunca acabé de crecer. Me preocupaba más antes. Sé lo que entraña la madurez. "Esa interminable crisis de ida y vuelta que comienza con la de los 40 y no se termina nunca", que dijo tan acertadamente Duarte. Crisis Guadiana.

Los sobris, como dice Lui... Para mí son incuestionables. Los quieres hasta en sus errores. Los quieres todavía más cuando se equivocan. Ser madre tiene que ser la leche pero ser tía tiene sus satisfacciones. Inmensas.




sábado, 8 de marzo de 2014

Mujeres que no paran de hablar


(....Todo parecido con la realidad es mera coincidencia...)

Mi vecina del cuarto piso es como una metralleta. Si te pilla no te suelta. Yo la dejo hablar, le doy conversación, no me parece una pesada ni la evito, como me comenta algún que otro vecino. Es una mujer inteligente, muy buena persona y desprende mucha ternura y también mucha vulnerabilidad. A veces me apetece adoptarla pero mis dos niñas la devorarían.Por evitarla, ni le miran a la cara cuando coinciden en el ascensor y en lugar de darle los buenos días emiten un gruñido. Son buenas chicas pero están en plena adolescencia.

El otro día, por primera vez, decidimos quedar para tomarnos una caña y supe muchas cosas de su vida. La primera de todas ellas, que su soledad no es elegida ("te juro que yo nunca he hablado tanto en toda mi vida"). Lo sé. Las personas que viven solas, aquellas a las que les gusta comunicar, hablan más. Lo necesitan.

Me habló de muchas cosas. De una madre absorbente y dominante que no le había dejado ser; de un episodio de acoso sexual en el trabajo del que aún se estaba reponiendo; de una relación que casi acaba con ella. Le animé a intentarlo de nuevo. A no cerrarse. "No todos los hombres son iguales... O las mujeres", le dije.

Mi vecina no es la única persona que conozco que no para de hablar. Mi propia hermana es así. Sobre todo cuando se siente herida. Debe ser algo genético porque todas hablamos mucho cuando nos pasa algo que no nos gusta.


Lleva diez años con un marido que apenas le dirige la palabra. Ni a ella ni a nadie. En un primer momento pensé en esas tonterías de la pareja ideal y la atracción de contrarios. Francisco tenía una cualidad impagable porque sabía escuchar pero se ha convertido en un hombre ensimismado. Lo es en su trabajo y también cuando llega a casa, en las celebraciones familiares, y no diré con su círculo de amigos porque ya no lo tiene. No le pasa nada. O éso dice. Se ha vuelto un solitario y un ermitaño, pero no vive solo. Sus hijos se comunican con él a través de mi hermana y ella se siente muy sola en su propia casa...(Sus hijos son también adolescentes, esa etapa en la que comienzan a volar solos, y eso es incuestionable...) Hablamos las mañanas de sábado en la que las cañas son ya una institución; hablamos por teléfono, y habla muchísimo en las reuniones familiares. Yo no digo nada, ni a ella se lo digo, pero sé que lo necesita,  hablar.

Conozco a una Alicia antes y después de Pablo. No intervengo jamás en una relación y no doy mi opinión ni me posiciono pero en el caso de Alicia  tuve que hacerlo. Pablo es una mala bestia que jamás ha querido a mi amiga. Creo que no sabe querer a nadie, ni siquiera a sí mismo. Fué un niño maltratado psicológicamente como mínimo. Alicia era, sin embargo,  una niña muy querida. Su relación ha sido tormentosa desde principio a fin. Sabía cuando pasaban por un buen momento porque estaba relajada, sosegada, volvía a ser ella. Cuando las cosas se ponían feas hablaba sin control, con esa verborrea tan característica de la ansiedad o el miedo.  Siempre recurría a mí cuando tenía una bronca con él. Y supongo que no sólo a mí. Pablo le decía cosas durísimas, casi ninguna cierta. Escuchar día tras día el mismo mensaje cargado de rabia le hace a una dudar de su propia esencia. Pablo es un amargado. Las personas como él  no suelen soportarse a sí mismas, por éso acusan a su entorno, lo insultan, le faltan al respeto. Alicia está rompiendo al fin. Creo que se cansó de preguntarse cosas a sí misma y decidió pasar a la acción.



Ana es mi mejor amiga. De adolescentes hablábamos horas. Tanto sus padres como los míos nos prohibieron el acceso al teléfono. Los suyos lo metieron en una caja con llave. Los míos me cronometraban. Por supuesto que ella encontró la llave y yo conseguí hacer llamadas a escondidas. Lo seguimos haciendo ahora, hablar como cotorras por teléfono. No vivimos en la misma ciudad pero sé que lo haríamos también si viviésemos cerca. Somos muy parecidas. Necesitamos comunicar pero nos pasa con muy poca gente. Y, con demasiada frecuencia, gente que lo pasa mal nos cuenta su vida. Nos ocurre hasta con desconocidos. Sé que hay una disponibilidad de nuestra parte a escuchar problemas. Que no nos eligen por azar. Mi marido lo pone en duda. ¿Tú escuchando? ¡Si no paras de hablar!

Nadie se comporta de la misma forma todo el tiempo y con todo el mundo. Por ejemplo, con mi marido. Hace años que no me escucha,  aunque sé que me quiere. Y cuanto menos me escucha más le hablo yo. Mi hija mayor se enfada. "¿pero es que no te das cuenta de que no te hace ni caso?" Claro que me doy cuenta. Hablo para escucharme a mí misma, para reflexionar en alto. Lo hago con la gente que no me presta atención, que se descuelga de la conversación.

Y sé que me quiere mucho aunque mi hija lo dude. Ella no se acuerda, o se acuerda mal porque mi marido las mandó a las dos a casa de mi madre,  pero hubo una ocasión que deje de hablar, del todo. Me diagnosticaron depresión por agotamiento físico y psíquico. Y mi marido agotó su mes de vacaciones para estar conmigo. No paró de hablar. Necesitaba llenar de palabras mi prolongado silencio. Me sonreía precisamente por éso. Y ahí él recuperaba la fé en mi curación  y seguía hablándome y demostrándome que hacerse el sordo era su manera de quererme. Me contestó a muchos interrogantes que dejaba yo en el aire, mientras él miraba la tele o simulaba no hacerme caso en mis peroratas infinitas durante la cena.

Me esforcé en descansar mucho y recuperarme porque lo veía tan preocupado, tan desesperado, como un niño perdido... Comencé poco a poco a hablar hasta recuperar a la cotorra que hay en mí.

Me gusta mucho la gente que habla y la defiendo con uñas y dientes. Pero a las mujeres más.