Hay cosas que uno tiene que vivir
en sus carnes para entenderlas. A veces, basta con tener algo de empatía y
olfato, al menos con los amigos, con la familia o lo que yo llamo mi gente.
Entre ese grupo de personas hay
una familia monoparental que ha sufrido una terrible pérdida. Dos niñas de
cuatro y ocho años se quedaron sin madre de la noche a la mañana. Su entorno
las protege, las mima, las cuida…Procura regalarles una infancia feliz.
Lo llevan bien. Los niños y su
capacidad de adaptación nunca dejarán de sorprenderme. Los ves con ojos de adulto,
temes que pierdan pié y, se reponen antes de que tú te des cuenta.
En cualquier caso, y debe ser porque no tengo hijos, acabo de descubrir que nunca se recupera uno del todo de la pérdida de una
madre.
La niña de ocho años, ya nueve,
necesita muchas veces monologar sobre la maternidad, repetir una y otra vez que
ella ya no la tiene; dejar claro que no conoce a nadie que esté en su misma situación.
La dejo hablar. Supongo que le vendrá bien. A veces he pensado en decirle que
una madre es una mujer a la que admirar e imitar, pero temo que me diga que
ella quiere la suya y no una sustituta de quita y pon.
La pequeña es un misterio. Parece
haberlo aceptado bien pero no se expresa igual, con la misma facilidad. Y
cuando lo hace nos deja a todos, me deja a mí, tragando saliva, sin palabras.
Estuve hace unos días con ellas
en su casa y percibí cosas sin quererlo. Lo pasábamos bien, nos reíamos. Que
quede claro que detesto el dramatismo pero estos días, poco a poco, ha ido
creciendo dentro de mí una desazón extraña.
Estoy tan tranquila y, de
repente, como un fogonazo, las veo ahí, diciéndome cosas. Veo al padre,
ejerciendo de padre y madre 24 horas, y veo su casa, y ahora tengo claro que
esa extraña sensación que se respiraba por todos los rincones es la ausencia de una madre, que no hace tanto que se ha ído.
Y de repente me digo que no puedo
sustraerme a lo que nos está pasando, en realidad no quiero. La estafa que
llaman crisis, los recortes, el miedo paralizante, ese túnel sin fondo y sin
salida. Pero procuro tomármelo con muchísimo sentido del humor. Y, a veces, lo
consigo. Gracias a gente como Dávila o Forges o incluso el Roto.(O de muchísimos comentarios de gente ocurrente como ella sola, que lees por ahí, en redes sociales, en una pancarta, en una pintada callejera; en una columna de opinión).
Sin embargo, este peso que
llevaba dentro y acabo de soltar es algo que se sobrepone a todo lo demás.
Minimiza y reduce a nada cualquier otra preocupación.
Miro el futuro de estas niñas con
optimismo, tienen gente estupenda en su entorno, que por pura intuición lo
están haciendo muy bien. Pero, a veces,
muchas veces, tengo que pararme a pensar antes de responder a una niñas de nueve
y cinco años, para ser siempre positiva
y transmitirles fé en la vida que les espera, incluso aunque su madre no esté
ahí para verlas.
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