Teníamos una casa pequeña, llena de luz, con
una terraza gigantesca en el barrio de Lavapiés, desde la que se divisaban
tejados y un horizonte, que si entornabas un poco los ojos podría parecer un
océano. Jugábamos a eso, a imaginar el mar en el horizonte. Ella su
Mediterráneo, yo mi Atlántico.
Nos gustaba tumbarnos al sol cuando llegaba
la primavera, y cuando estaba
anocheciendo, para charlar, para refrescarnos bebiendo cerveza o trepar a los
tejados siguiendo a la gata. Nos encantaba divisar aviones con sus luces
parpadeantes. Ese era un juego que
iniciaba siempre yo. Nos imaginábamos la
ruta y nos veíamos allí, en unos años, pidiendo cócteles. No sé por qué siempre
eran cócteles.
Acabábamos de cumplir veinte años y teníamos
la sensación de estar descubriéndolo todo. Una de nuestras frases. “No quiero entrar en
la rueda del sistema”. A veces pienso que el sistema nos engulló pero sé que
no del todo. Que hay gente que se resiste y no encaja porque no le da la gana de encajar.
Yo escribía hasta muy tarde. Estudiaba y
escribía muchísimo. A veces salía a la terraza a estirar las piernas y veía un
cartel luminoso de la Philips, muy años 50, que me encantaba. Lo he buscado en
mi último viaje a Madrid. ¿Habrá desaparecido con el edificio sobre el que se
sostenía?
Escuchábamos a Echo and the Bunnymen, The Clash, Siouxsie, Radio
Futura, Tom Waits, Nick Cave, Bowie. También descubríamos a Jacques Brel
o a Raimon; a The Kinks, a Crosby Still and Nash; a Ella Fitzgerald, a Lou
Reed; a Elvis Costello, Dylan y nos negábamos a ver películas que no
estuviesen subtituladas. Entonces había muchos cineclubs. La Universidad, los
colegios mayores, las asociaciones de vecinos, el ayuntamiento de Madrid, que
mantenía aquel legado de Tierno Galván de poner la cultura al alcance de todo
el mundo.
Así pudimos ver de cabo a rabo la filmografía
de Érich Rohmer que nos enamoró, aunque
a mí me hiciese sentirme tan gorda porque sus actrices fetiche eran
mujeres muy delgadas y mi constitución no es huesuda. Vimos
todo lo que pudimos de Fassbinder, Pasolini, Truffaut, Chabrol, Alain Tanner que me
descubrió Lisboa antes de haber puesto un pié allí.
Vimos un perro andaluz y la
etapa mejicana de Buñuel. Vimos “À bout de souffle” y ensayamos una y cien
veces la escena del pulgar sobre el labio. “¿Es así?”…”No, de eso nada, a mí me
sale mejor, mira”…Vimos a Visconti, a Antonioni, a Rossellini; a Ophuls, a Jean
Renoir, a Tarkovsky o a Einsestein. A John Ford, B. Wilder, Woody
Allen, John Huston, Hitchcock, Kubrick. Ni lo recuerdo ya. ¡Había que ponerse al día y teníamos tanto
cine que ver!
Frecuentábamos los Alphaville, hacíamos
una selección de lo que podíamos pagar. Recuerdo aquellas salas llenas de gente
callada y mayor, de los que se veían los títulos de crédito hasta el final,
aunque fuesen chinos. ¿Y nosotras? Nosotras entrábamos ruidosamente, salíamos
ruidosamente, emocionadas, gritándonos…”es genial, me encantaaaaaa”…, ante
aquel público tan comedido (no parecían vivir en aquella ciudad tan ruidosa)
que digerían la cultura como un acto religioso.
Y si la película no nos
gustaba nos levantábamos ostentosamente y rompíamos los afiches en la
papelera, mientras a viva voz hacíamos saber a todo aquel quisiera escucharnos
que aquello era un bodrio y un engaño y una traición al cine de verdad.
Nos recuerdo una tarde, girando en una plaza,
acompañadas de J., que se nos unió, para gritar el título de “L’important c’est d’aimer”
(Lo importante es amar). Como nos marcó aquella película. Lo que lloramos viéndola.
La vimos varias veces.
Concluimos que el primer signo de amor está
en la mirada del amante. Y que ninguna declaración es tan real como los ojos de
un hombre o una mujer enamorados.
Al llegar a casa intentábamos repetir
secuencias en el idioma original. Y hablábamos de lo que habíamos visto y de como
nos había impactado. Ahí comencé a
desconfiar de los críticos. “¡Pero si es pura poesía, como ha podido destrozarla
de ésa manera!” Aprendimos que el arte y la emoción van unidas, pero que la emoción no se puede destripar ni
entender.
Descubrimos Portugal y escuchamos su música.
Viajamos con casi ningún dinero, íbamos a conciertos, salíamos bastante de
noche; organizábamos fiestas, siempre
dispuestas a escuchar a cualquiera que nos quisiera descubrir algo nuevo: un autor, una cinematografía, un
idioma, un país…Desconfiábamos de lo que llamábamos cine o música comercial. Y,
por supuesto, de los Best Sellers. Afortunadamente, con los años, hemos superado
algunos prejuicios y hemos dejado de ser ese pedazo de snobs que creen sabérselo todo.
Ella me enseñó rudimentos de cine, “¿Ves? Eso
es un contrapicado”. Y yo a ella lo que iba descubriendo sobre el periodismo.
“La objetividad no existe. No se trata de ser objetivo, sino honesto” y le
presté mis libros favoritos. En realidad, nuestro mundo era así, gente que
compartía conocimientos, que te regalaba en una tarde todo lo que sabía. Había
otro mundo, muy competitivo, que no podíamos despreciar más. Cuando nos tocó entrar a formar parte de él vivimos
una esquizofrenia permanente, aún nos pasa, para intentar camuflar que no nos
gusta la manera de hacer las cosas en absoluto, pero intentando que no se note
que juramos un día, con veinte años, que jamás entraríamos en la rueda del
sistema.
Yo quería ser escritora, pero también quería
ser directora de cine. En realidad quería dirigir “Paris Texas” o “Cielo sobre
Berlín”, o “Bajo el peso de la Ley”. Quería ser ellos. Probé a ser actriz. Nos
metimos en un grupo de teatro que me descubrió un pánico escénico que nunca jamás superé.
Ella quiso ser pintora, directora de cine,
actriz, videoartista, escritora, dramaturga. Lo intentaba concienzudamente
hasta descubrir por sí misma, que no, que no era aquello. Y en algún caso lo
hizo, tuvo algunos sonados logros.
Nos enamoramos por primera vez. De verdad y
con todas las consecuencias. Nos rompieron el corazón. Desarrollamos técnicas
de supervivencia y aprendimos a tragarnos las lágrimas en público. A hacernos
las fuertes. A ensayar mil veces una sonrisa en el espejo. A llorar a escondidas. A decirnos, “vales cien mil veces más que él”. No siempre con convencimiento hasta descubrir, con el paso de los años, que no podía ser
más cierto.
Llorábamos mucho en el cine. Hay películas que nos han ayudado muchísimo. Todavía me pasa. Que un libro, una película, una canción me hacen llorar. Y siempre me pregunto por qué o de qué o de quien me estoy despidiendo.
Creíamos en lo que éramos y está en los cimientos de lo que somos. Ella ha
vuelto a llorar a solas. Seguro que en la oscuridad de una sala; viendo algo en
la tele o, mientras conduce y escucha cualquier cosa que le mueve la emoción, da rienda suelta a todas las lágrimas que se ha ido tragando desde que tenía 20 años.
Emprende una nueva fase vital y tiene miedo
de no ser capaz. Quiero que recuerde a la mujer que era con veinte, con
veinticinco años. La que todavía está ahí. La que jamás ha
traicionado aquellas promesas vitales.
Quiero que se diga a sí misma que no
necesita que ningún hombre la reconozca, que no debe siquiera mirarse con los
ojos de ninguno de los que nunca la han sabido mirar. Que no necesita que nadie
la complete y que estar con alguien que no te quiere te hace quererte menos a
ti misma.
Lo más importante de todo, cariño, apostar por tu propia felicidad es lo más revolucionario y antisistema que hay pero es el camino correcto.
Mi Viki, qué retrato -y autoretrato- tan bonito, me has emocionado. Además he creído reconocerme en la letra J.
ResponderEliminarSeguramente te cojo prestado el texto..
Un beso grande
Claro q eres tu
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