jueves, 17 de mayo de 2012

La rueda del sistema

 
Teníamos una casa pequeña, llena de luz, con una terraza gigantesca en el barrio de Lavapiés, desde la que se divisaban tejados y un horizonte, que si entornabas un poco los ojos podría parecer un océano. Jugábamos a eso, a imaginar el mar en el horizonte. Ella su Mediterráneo, yo mi Atlántico.

Nos gustaba tumbarnos al sol cuando llegaba la primavera, y cuando estaba anocheciendo, para charlar, para refrescarnos bebiendo cerveza o trepar a los tejados siguiendo a la gata. Nos encantaba divisar aviones con sus luces parpadeantes.  Ese era un juego que iniciaba siempre yo.  Nos imaginábamos la ruta y nos veíamos allí, en unos años, pidiendo cócteles. No sé por qué siempre eran cócteles. 

Acabábamos de cumplir veinte años y teníamos la sensación de estar descubriéndolo todo. Una de nuestras frases. “No quiero entrar en la rueda del sistema”. A veces pienso que el sistema nos engulló pero sé que no del todo.  Que hay gente que se resiste y  no encaja porque no le da la gana de encajar.

Yo escribía hasta muy tarde. Estudiaba y escribía muchísimo. A veces salía a la terraza a estirar las piernas y veía un cartel luminoso de la Philips, muy años 50, que me encantaba. Lo he buscado en mi último viaje a Madrid. ¿Habrá desaparecido con el edificio sobre el que se sostenía?

Escuchábamos a  Echo and the Bunnymen, The Clash, Siouxsie, Radio Futura, Tom Waits, Nick Cave, Bowie. También descubríamos a Jacques Brel o a Raimon; a The Kinks, a Crosby Still and Nash; a Ella Fitzgerald, a Lou Reed; a Elvis Costello,  Dylan y  nos negábamos a ver películas que no estuviesen subtituladas. Entonces había muchos cineclubs. La Universidad, los colegios mayores, las asociaciones de vecinos, el ayuntamiento de Madrid, que mantenía aquel legado de Tierno Galván de poner la cultura al alcance de todo el mundo.

Así pudimos ver de cabo a rabo la filmografía de Érich Rohmer que nos enamoró, aunque  a mí me hiciese sentirme tan gorda porque sus actrices fetiche eran mujeres muy delgadas y mi constitución no es huesuda. Vimos  todo lo que pudimos de Fassbinder, Pasolini,  Truffaut, Chabrol, Alain Tanner que me descubrió Lisboa antes de haber puesto un pié allí. 

Vimos un perro andaluz y la etapa mejicana de Buñuel. Vimos “À bout de souffle” y ensayamos una y cien veces la escena del pulgar sobre el labio. “¿Es así?”…”No, de eso nada, a mí me sale mejor, mira”…Vimos a Visconti, a Antonioni, a Rossellini; a Ophuls, a Jean Renoir, a Tarkovsky  o a Einsestein. A John Ford, B. Wilder, Woody  Allen, John Huston, Hitchcock, Kubrick. Ni lo recuerdo ya.  ¡Había que ponerse al día y teníamos tanto cine que ver! 

Frecuentábamos los Alphaville, hacíamos una selección de lo que podíamos pagar. Recuerdo aquellas salas llenas de gente callada y mayor, de los que se veían los títulos de crédito hasta el final, aunque fuesen chinos. ¿Y nosotras? Nosotras entrábamos ruidosamente, salíamos ruidosamente, emocionadas, gritándonos…”es genial, me encantaaaaaa”…, ante aquel público tan comedido (no parecían vivir en aquella ciudad tan ruidosa) que digerían la cultura como un acto religioso. 

Y si la película no nos gustaba nos levantábamos ostentosamente y rompíamos los afiches en la papelera, mientras a viva voz hacíamos saber a todo aquel quisiera escucharnos que aquello era un bodrio y un engaño y una traición al cine de verdad.

Nos recuerdo una tarde, girando en una plaza, acompañadas de J., que se nos unió, para gritar el título  de “L’important  c’est  d’aimer” (Lo importante es amar). Como nos marcó aquella película. Lo que lloramos viéndola. La vimos varias veces. 

Concluimos que el primer signo de amor está en la mirada del amante. Y que ninguna declaración es tan real como los ojos de un hombre o una mujer enamorados. 

Al llegar a casa intentábamos repetir secuencias en el idioma original. Y hablábamos de lo que habíamos visto y de como nos había impactado.  Ahí comencé a desconfiar de los críticos. “¡Pero si es pura poesía, como ha podido destrozarla de ésa manera!” Aprendimos que el arte y la emoción van unidas, pero  que la emoción no se puede destripar ni entender. 

Descubrimos Portugal y escuchamos su música. Viajamos con casi ningún dinero, íbamos a conciertos, salíamos bastante de noche;  organizábamos fiestas, siempre dispuestas a escuchar a cualquiera que nos quisiera descubrir  algo nuevo: un autor, una cinematografía, un idioma, un país…Desconfiábamos de lo que llamábamos cine o música comercial. Y, por supuesto, de los Best  Sellers.  Afortunadamente, con los años, hemos superado algunos prejuicios y hemos dejado de ser ese pedazo de snobs que creen sabérselo todo. 

Ella me enseñó rudimentos de cine, “¿Ves? Eso es un contrapicado”. Y yo a ella lo que iba descubriendo sobre el periodismo. “La objetividad no existe. No se trata de ser objetivo, sino honesto” y le presté mis libros favoritos. En realidad, nuestro mundo era así, gente que compartía conocimientos, que te regalaba en una tarde todo lo que sabía. Había otro mundo, muy competitivo, que no podíamos despreciar más.  Cuando nos tocó entrar a formar parte de él vivimos una esquizofrenia permanente, aún nos pasa, para intentar camuflar que no nos gusta la manera de hacer las cosas en absoluto,  pero intentando que no se note que juramos un día, con veinte años, que jamás entraríamos en la rueda del sistema.

Yo quería ser escritora, pero también quería ser directora de cine. En realidad quería dirigir “Paris Texas” o “Cielo sobre Berlín”, o “Bajo el peso de la Ley”. Quería ser ellos. Probé a ser actriz. Nos metimos en un grupo de teatro que me descubrió un pánico escénico que nunca  jamás superé.

Ella quiso ser pintora, directora de cine, actriz, videoartista, escritora, dramaturga. Lo intentaba concienzudamente hasta descubrir por sí misma, que no, que no era aquello. Y en algún caso lo hizo, tuvo algunos sonados logros. 

Nos enamoramos por primera vez. De verdad y con todas las consecuencias. Nos rompieron el corazón. Desarrollamos técnicas de supervivencia y aprendimos a  tragarnos las lágrimas en público. A hacernos las fuertes. A ensayar mil veces una sonrisa en el espejo.  A llorar a escondidas. A decirnos,  “vales cien mil veces más que él”. No siempre con convencimiento hasta descubrir, con el paso de los años, que no podía ser más cierto. 

 Llorábamos mucho en el cine. Hay películas que nos  han ayudado muchísimo. Todavía me pasa. Que un libro, una película, una canción me hacen llorar. Y siempre me pregunto por qué o de qué o de quien me estoy despidiendo. 

Creíamos en lo que éramos y  está en los cimientos de lo que somos. Ella ha vuelto a llorar a solas. Seguro que en la oscuridad de una sala; viendo algo en la tele o, mientras conduce y escucha cualquier cosa que le mueve la emoción,  da rienda suelta a todas las lágrimas que se ha  ido tragando desde que tenía 20 años. 

Emprende una nueva fase vital y tiene miedo de no ser capaz. Quiero que recuerde a la mujer que era con veinte, con veinticinco años. La que todavía está ahí. La que jamás ha traicionado aquellas promesas vitales.

 Quiero que se diga a sí misma que no necesita que ningún hombre la reconozca, que no debe siquiera mirarse con los ojos de ninguno de los que nunca la han sabido mirar. Que no necesita que nadie la complete y que estar con alguien que no te quiere te hace quererte menos a ti misma. 

 Lo más importante de todo, cariño, apostar por tu propia felicidad es lo más revolucionario y antisistema que hay pero es el camino correcto.